La diferencia entre salvar o ser salvado, entre usar la voz activa para
tender la mano a cualquier persona con lágrimas en los labios y palabras
desordenadas brotando por las pupilas de sus ojos o utilizar la voz pasiva para
arrinconarte en el interior de tu propia casa a oscuras y esperar que alguien
abra tu puerta y deje entrar la luz. A veces, nos gusta gritar en silencio,
tragarnos todas las palabras, nadar mar adentro y si alguien es capaz de
encontrarnos bailando bajo la lluvia, entonces dejarle que traiga su barco y
navegue a la deriva sin pedirnos un rumbo. Nos gusta que nos cubran de caricias
hasta que no nos quepan más en la piel y nos digan que somos ese caos necesario
que ha roto su perfecta rutina, que somos ese clavo ardiendo al que se aferran porque
ya no saben vivir sin nuestra llama. Es bonito que te aprecien, aún con todas
las contradicciones que nos acompañan de la mano y las dudas que siempre se
posan en nuestros labios, se cuelan por nuestra boca y acaban hechas bola en
nuestro estómago.
Pero creo que aún es más bonito aprender a mirar a alguien a través de sus
retinas y entender que se está ahogando, que el agua le llega hasta el cuello y
no está haciendo nada para salir a flote. Ser su salvavidas, lanzarte sin
pensarlo a un lugar en el que quizá nunca hayas estado y del que quizá no sepas
cómo volver. No pensar ni por un momento en ti, convertir todo el egoísmo que
llevabas en una mochila a la espalda en apoyo incondicional y cargársela a esa
persona, para que pueda abrirla y coger todas las veces que necesite.
Yo no creo que salvar o ser salvado sea una dualidad, creo que es una
simbiosis necesaria en todo ser humano, un equilibrio que no debe
desestabilizarse y del que nace la palabra amistad.