Hay distancias que duelen. Distancias que huelen a despedida. Distancias que asustan a primera vista. Y a segunda. Y esperas que no haya última. Distancias que funcionan y que son necesarias.
Hay distancias que con amigas se recorren en tres frases y cuatro risas. Y
que cuando las tienes en frente, te das cuenta, de que no existían.
Y es que las distancias solo son excusas para aquellos que no quieren abrir
los ojos y prefieren cerrar la boca. Que saben que la relación tiene punto
final pero se esconden detrás de una coma. Palabras vacías que intentan
expresar algo, que todavía lo está más.
Yo cometí el error de llamar distancia a lo nuestro, cuando los kilómetros
no tenían la culpa, de que nosotros no quisiéramos recorrerlos. Parecía más
fácil así. Y aunque de vez en cuando recorrimos esa distancia, nunca lo hicimos
a la misma velocidad. Ese fue nuestro problema.
Yo fui demasiado rápido, y para cuando quise darme la vuelta, tú ya no
estabas. Y la ostia fue bien grande. Pero no llegaste a verla. Ni tampoco
pudiste levantarme del suelo, ni curarme las heridas. Y maldije a la distancia
por haberte dejado tan lejos. Sin darme cuenta, de que la que lo había hecho,
había sido yo.
Fui tan cobarde que aún hoy me asusta volver a serlo. Y por eso te dejé ir,
aunque en realidad, tú ya te habías marchado. Convertimos nuestra distancia en
un precipicio sin puente, y ninguno fuimos lo suficientemente valientes como
para lanzarnos al vacío y decir lo que pensábamos. O mejor dicho. Lo que ya no
sentíamos.
Pero te prometo, que ya no volveré a acobardarme tras una palabra vacía.
Que seré valiente y llamaré a cada cosa por su nombre. Solo por lo que no fue,
pero pudo haber sido.
La tuya y la mía se convirtió en una de esas distancias,
Insalvables.
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