domingo, 19 de agosto de 2018



Nos conocemos ese remoto día, en esa clase que seguramente nunca recuerde de qué era. Empezamos a hablar y sorprendentemente congeniamos después de la tercera palabra y la quinta sonrisa de complicidad.
Tras unos cuantos días sin dejar de comentar eso y aquello comprendemos que lo que realmente importa es lo que estamos construyendo por detrás, que su risa acaba con la mía y la mía empieza con la suya. Y no dejamos de quedar, de inventarnos caminos por los que correr despreocupadas sin necesidad de mirar para atrás. Nuestras manos, pegadas a base de confianza, nos recuerdan lo bien que encajan nuestros defectos en el cuerpo de la otra. Y empezamos a creer que la burbuja en la que habita nuestra amistad es incapaz de explotar.

Pero entonces, despegas un poco los dedos de mi mano y nuestros caminos empiezan a temblar por los cimientos. Llega el momento más duro, la primera mentira descubierta, el primer dolor de ovarios que llega a través de la sangre hasta el corazón. Y duele. Para después despegar del todo tu mano de la mía e intentar convencerme de que los terremotos que vivimos son pasajeros y que los intentos no se niegan en la primera ronda. Y me convences, porque dicen que a la tercera va la vencida y yo no pretendo ser atea de oportunidades.

Te ofrezco jugar de nuevo, empezar una nueva partida para salir de la misma casilla y avanzar juntas hacia el final. Pero después de tres tiradas, me doy cuenta de que realmente no te conocía, y que eso de que saliera siempre el número seis en el dado no era ninguna coincidencia. Dejas de hacer justicia a la perfecta imagen de ti que mi cabeza había guardado en el fondo del baúl y que está a punto de viajar por el tobogán del olvido. Que todos los momentos que te he regalado no son suficientes para que me dejes entrar en tus heridas y me muestres tu versión más real. Que, si dejo que te quedes más, solo aprenderás a acariciar con tus dedos mis defectos para hacerme creer que todavía eres capaz de ayudarme a crecer. Que eso es lo único que después de todo, me puedes ofrecer.

Pero las cosas no funcionan así, si eres capaz de apostar nuestra amistad en todos tus juegos y hacerla temblar, es que no te importa lo suficiente como para cuidarla y evitar que se pueda resquebrajar.


Y yo solo sé, que quien se vuelve un experto en lanzar piedras sobre mi tejado, no tiene ningún derecho a volver a poner los pies en mi casa. 

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